Hace varios días recibí una consulta respecto de los efectos psicológicos y psicopedagógicos que podría ocasionar el hecho de separar y reagrupar a los niños en clases distintas respecto del año escolar anterior. Dado que la temática me resultó muy interesante, comparto una serie de reflexiones a tener en cuenta sobre este fenómeno.
Uno de los principios básicos que se debe tener en cuenta es lo increíblemente intensa que es la relación entre el bienestar emocional del alumno y su rendimiento académico. Por ello, uno de los principales facores que va a determinar el nivel y calidad de aprendizaje es el estado emocional de que disponga el pequeño. Así, creo más relevante centrarse en exponer los aspectos psicológicos que pueden estar influidos por el cambio de compañeros de clase, más que los aspectos relativos a la capacidad intelectual intrínseca del alumno.
A nivel pedagógico existen una serie de ventajas a nivel psicológico de «mezclar» a los niños en diferentes clases, como por ejemplo el fomento de nuevas relaciones sociales, la disminución de etiquetas y roles adquiridos en el anterior grupo clase («el quejica, el líder, el marginado…»), la reducción de anteriores rivalidades entre compañeros de la misma clase, entre otras. Además, debido a la facilidad de adaptación psicológica en la edad infantil, puede resultarles relativamente sencillo establecer nuevos vínculos afectivos con los nuevos compañeros. Ello no quiere decir que deban desaparecer los anteriores relaciones; resulta muy recomendable que el niño pueda continuar interactuando con sus amigos de la clase anterior en otros contextos, como la hora del recreo o en su tiempo de ocio a la salida del colegio.
Por otra parte, hay quien defiende la idea de que el hecho de separar a los niños de sus mejores amigos puede ocasionarles un trauma. Mi experiencia me dice que no puede establecerse una causa-efecto entre ambos elementos de forma inevitable y directa. Es decir que, usualmente, los traumas infantiles obedecen a la interacción de muchos factores y causas (internas o personales y externas o situacionales) que desembocan en el desarrollo de ese tipo de sintomatología traumática (exceptuando situaciones altamente extremas como una pérdida trágica, una situación de abuso o maltrato sostenido, etc). Así, el vínculo que el niño tenga con sus personas de apego desde el nacimiento, el entorno donde vive, etc. tienen una incidencia notable en el desarrollo emocional del niño de forma conjunta. Por ello, si el pequeño dispone de un ambiente que le proporciona afecto, cariño, pautas educativas y estables, figuras parentales que le ayuden a gestionar adecuadamente las situaciones psicológicamente complejas, como pueda ser separarse de su mejor amigo en el colegio, es poco probable (no imposible) que ello pueda afectarle negativamente de forma desmesuradamente intensa en su estado emocional.
Finalmente, no se debe olvidar que el aprendizaje de la pérdida como fenómeno intrínseco del proceso vital es necesario y positivo para los niños, puesto que de forma natural van a experimentar este tipo de situaciones inevitablemente en el futuro. Enseñarles cómo hacerlo desde la corta edad va a ser muy útil en su desarrollo personal posterior. Otra de las claves que he podido aprender en mis años de trabajo con población infantil reside en lo perjudicial que resulta la sobreprotección parental donde se pretende la evitación a toda costa de que los niños afronten vivencias emocionalmente más complejas o profundas. Por lo general, la evitación conlleva malestar psicológico; el afrontamiento y la gestión es lo que permite mayor bienestar emocional.